El acuerdo de París sobre cambio climático, un mes después (II)

En la entrada anterior, centrada en las reacciones de (principalmente) economistas académicos al resultado de la COP de París, señalaba que su segunda parte tomaría esa base para ofrecer mi interpretación sobre las luces y sombras del Acuerdo de París. Y ya avanzaba entonces que creo que el Acuerdo supone un claro paso adelante, con dos salvedades: está lejos de la solución óptima y, como afirmaba Pedro hace unos días, hay que medir el triunfalismo y la euforia: no sabemos aún si el Acuerdo funcionará y para ello serán fundamentales las próximas COPs (que han de pasar de lo generalista a lo específico) y la puesta en marcha y ajuste de las contribuciones voluntarias de los países.

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Foto: M. Hertsgaard

Es evidente que el asunto más relevante del Acuerdo tiene que ver con sus efectos sobre las emisiones causantes del cambio climático y aquí surge el primer problema. A pesar de que el objetivo es mantener el aumento de temperatura en 2ºC sobre la situación pre-industrial, incluso con la aspiración de mantenerse en una subida de 1.5ºC, hay serias dudas de que el marco de París sea efectivo: las contribuciones voluntarias ya suministradas por los países sitúan la temperatura prevista a finales de siglo cerca de los 3ºC. Es verdad que, por primera vez en la historia de la negociación climática, el Acuerdo incluye instrumentos de corrección dinámica pero no es fácil que un sistema como el de París sea capaz de solucionar el problema ‘free-rider’ que constituye el nudo gordiano en la gestión del cambio climático. De hecho, un grupo de científicos anglosajones acaba de publicar una carta en la que se afirma que el Acuerdo puede ser contraproducente porque se ha lanzado una falsa señal de solución cuando su integridad ambiental es muy débil y, según ellos, aboca a la humanidad hacia la geo-ingeniería.

¿Qué necesitaríamos para mantenernos en el (ya considerable) incremento de 2ºC? En primer lugar que las emisiones alcancen su pico en la década de los 30 y además que en la segunda mitad del siglo sean realmente bajas: probablemente una descarbonización total de las economías avanzadas hacia 2050 y mecanismos (básicamente captura de CO2) que permitan la neutralidad global que recoge el Acuerdo en las décadas finales del siglo. Esto es, se precisa una acción rápida y concertada: una solución al problema de free-riding. Podemos ver así la botella medio vacía o medio llena porque el Acuerdo no es ni mucho menos óptimo (solución no cooperativa) pero introduce puntos esperanzadores. En primer lugar da flexibilidad a los emisores, permitiéndoles ser más ambiciosos al ajustar sus necesidades (por ejemplo, reducción de dependencia energética y/o de contaminación local) y capacidades con sus contribuciones, mitigando así el problema free-rider. En segundo lugar puede permitir la creación de coaliciones de grandes emisores (recordemos que menos de diez países, incluyendo como tal a la UE, son responsables de aproximadamente dos tercios de las emisiones globales) que ajusten coordinadamente sus contribuciones voluntarias porque el Acuerdo reducirá sus preocupaciones sobre efectos competitivos y goteo de emisiones. En cualquier caso vuelvo a mi relato (y el de la mayor parte de autores citados en la entrada previa): el Acuerdo debe interpretarse solo como un primer paso hacia una solución más eficiente y ambiciosa que permita responder adecuadamente a los inmensos desafíos en el ámbito de la mitigación de emisiones.

En este sentido, si hay una razón para ser pesimista en la progresión desde este primer paso hacia una mitigación compatible con un aumento de 2ºC es la magnitud de los efectos distributivos asociados. Porque, a no ser que consigamos una tecnología que permita retirar y almacenar gases de efecto invernadero a coste bajo (altamente improbable a día de hoy), será necesario dejar bajo tierra gran parte de las reservas hoy probadas de combustibles fósiles. La transición energética asociada a este fenómeno no solo creará nuevas oportunidades y ganadores sino que también dejará una importante destrucción de valor por el camino, especialmente intensa en determinados países, accionistas y trabajadores. En este contexto, ¿cómo evitar minorías de bloqueo, especialmente en aquellas economías menos avanzadas, que puedan comprometer la solución más beneficiosa? Esta es una pregunta abierta, de difícil gestión política porque probablemente requerirá de pagos colaterales a los más afectados y de transiciones sub-óptimas.

Los aspectos distributivos van evidentemente mucho más allá y explican, en cierta medida, el paquete acordado en París. La extensión de responsabilidades al mundo en desarrollo se ve así matizada por la implícita distinción entre mitigación en términos absolutos (para los países avanzados) y reducciones con respecto a escenarios tendenciales o ‘business as usual’ para las economías emergentes y en desarrollo. También explican las intensas negociaciones en torno a los fondos para facilitar la mitigación y adaptación en los países en vías de desarrollo y que mantienen la cuantía (como umbral mínimo) ya avanzada en COPs precedentes: 100.000 millones de US$ por año. En un reciente post sobre el Acuerdo de París Carlo Carraro apunta a la insuficiencia de esta cifra en relación a las necesidades evaluadas, a pesar de que ya se están canalizando fondos relevantes desde el primer mundo con estos objetivos. Por último, el debate sobre ‘pérdida y daño’ se ha resuelto con el reconocimiento explícito de que los responsables históricos de las concentraciones atmosféricas de gases de efecto invernadero no están sujetos al pago de indemnizaciones por daños sufridos aunque sí se establecen mecanismos para facilitar el aseguramiento y la adaptación.

También merece un comentario el papel marginal de los precios por emitir gases de efecto invernadero en los debates y resultado del Acuerdo. Como casi todos los economistas, quizá más por lo recurrente de este tema en mis trabajos de investigación, soy un firme partidario de esta aproximación por su eficiencia y simplicidad. Por ello, como a The Economist, me sorprende que no haya una cita explícita a esta aproximación y que solo colateralmente se reconozca la posibilidad de utilizar estos mecanismos en el Acuerdo (artículo 6). Bajo mi punto de vista los precios pueden además colaborar en la resolución de buena parte de los asuntos abiertos recién mencionados: desde incentivar el mantenimiento de los combustibles fósiles bajo tierra (incrementando su coste de utilización y haciendo menos atractivo su consumo) a proporcionar recursos para los fondos de adaptación y mitigación o incluso para compensar a los perdedores de todo el proceso. Un club a la Nordhaus, creado en torno a un precio pero sin cláusulas penalizadoras, podría ejemplificar las ventajas de actuar coordinadamente dentro del acuerdo para suministrar contribuciones voluntarias coherentes con los objetivos climáticos establecidos.

Las reflexiones anteriores me llevan a enumerar algunas pautas sobre cómo creo que deben proceder las políticas climáticas nacionales para alcanzar (conjuntamente) el objetivo establecido. Quizá la primera se refiere a la necesidad de actuar desde ya, poniendo énfasis en la mitigación más efectiva y fácil: gases de efecto invernadero localizados sectorialmente y especialmente dañinos podrían ser los primeros candidatos, tal y como sugiere el profesor Ramanathan, recién galardonado por sus aportaciones en este campo por la Fundación BBVA. El carbón debe ser otro damnificado inicial, al contrario de lo que está sucediendo ahora incluso en países embarcados en una transición energética como Alemania, para lo que es fundamental retirar subvenciones y hacer que el precio de este producto recoja todos los costes sociales que genera. Otros combustibles fósiles, petróleo y gas, deben ir dejando paso a alternativas bajas en carbono a través de soluciones similares a las aplicadas con el carbón. El precio del carbono puede jugar un papel importante en hacer más atractivas a las energías renovables, pero es también muy necesario dedicar muchos más recursos a la investigación en este campo. Tal y como han sugerido muchos economistas, y en particular Carolyn Fischer (actualmente miembro del comité científico del centro), parece evidente a esta altura que los esfuerzos que hemos realizado para reducir los costes de estas alternativas han sido poco eficientes y debemos repensar la estrategia de despliegue rápido y favorecer la búsqueda de soluciones baratas y de gran potencial en los laboratorios y centros de investigación.

Las soluciones apuntadas son de aplicación general, si bien los esfuerzos en investigación parecen especialmente necesarios y factibles en el mundo avanzado. No obstante, los países en desarrollo deben actuar decisivamente en la corrección de los precios de los combustibles fósiles, en particular eliminando subvenciones que son ineficientes económica y socialmente. También es crucial que los países emergentes acierten en los procesos de inversión y en la configuración de las nuevas ciudades e infraestructuras que aparecerán en las próximas décadas tal y como ha apuntado últimamente Nicholas Stern. Es además importante que la regulación pública evolucione teniendo en cuenta las necesidades y los entornos cambiantes. El ámbito del transporte es quizá el mejor ejemplo, al convivir una laxa definición y aplicación de normativas sobre la producción con una imposición sobre los carburantes que no responde a los problemas generados por este sector.

En resumen, creo que París representa un gran paso adelante y un considerable éxito diplomático. Sin embargo son muchos los interrogantes que persisten y solo seremos capaces de ver los efectos de este acuerdo dentro de unos años, a partir de sus desarrollos en futuros procesos de negociación internacional y, sobre todo, de la aplicación de políticas climáticas nacionales para el cumplimiento de los objetivos voluntarios establecidos.