La hora de los tributos energético-ambientales (II): Suelo fiscal de CO2

Una vez detalladas las razones generales para una mayor fiscalidad energético-ambiental en España y para el necesario cambio en la fiscalidad del transporte, esta entrada pretende fundamentar y ofrecer más información sobre la segunda de las propuestas que apuntamos en la reciente tribuna de El País: el suelo fiscal sobre las emisiones de CO2 del sector eléctrico español. En particular, sugeríamos la creación de un impuesto que suplementase el precio establecido en el Sistema Europeo de Comercio de Emisiones (SECE, EU ETS en sus siglas en inglés) para ‘promover un cambio acelerado de tecnologías y hábitos ante la creciente preocupación por la progresión del cambio climático’. Seguidamente presento los principales argumentos para su introducción, avanzo algunas pautas para su puesta en práctica y discuto sus principales implicaciones.

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Central térmica de carbón (fuente: Carbon brief)

Ya me he referido en la entrada anterior a la preferencia por los instrumentos económicos, impuestos o mercados de emisión, sobre otras alternativas regulatorias (prohibiciones, estándares, etc.) para las políticas climáticas y ambientales. Muchos economistas académicos favorecemos, en particular, el uso de impuestos porque es más fácil que lancen señales más estables que fomenten la reducción de emisiones y la innovación e inversión en tecnologías limpias. En un documento reciente del FMI, Parry et al. ofrecen evidencia de la superioridad de los impuestos para el G-20 y su aportación al Acuerdo de París. Y sin embargo es habitual que muchos de los instrumentos económicos existentes adopten la forma de mercados, como el SECE en la UE, probablemente porque es más fácil su venta al público y las habituales asignaciones gratuitas iniciales de permisos encuentran menos oposición entre los sectores sujetos. Añadamos a eso la necesidad, en el caso de la UE, de unanimidad en temas fiscales para entender por qué hoy tenemos un SECE.

Dicho eso, creo que el SECE ha jugado y está jugando un papel muy relevante en la lucha global contra el cambio climático. No solo ha asentado la necesidad de pagar por emitir gases de efecto invernadero (GEI) en Europa, incluso en los momentos más oscuros de la gran recesión, sino que también ha lanzado fuertes señales fuera de la UE: un ejemplo es la creación del mercado chino, del que hablé aquí hace unos meses y que, si finalmente se acaba vinculando al SECE, puede facilitar mucho la mitigación del cambio climático. Es por eso que, para salvaguardar su funcionamiento y efectividad, nunca fui partidario de medidas nacionales que pudiesen deprimir los precios del SECE (tal y como se recoge en este workshop y publicación de mi etapa en FSR Climate). Y dentro de las medidas nacionales especialmente dañinas se encontraban los suelos fiscales unilaterales de CO2 como el británico que, al reducir la demanda de permisos en un país, llevaban a precios menores para el conjunto del sistema (el denominado ‘waterbed effect’).

Qué ha hecho cambiar mi posición? Básicamente tres cosas: i) unos precios insuficientes para permitir la transición hacia sociedades descarbonizadas y muy alejados de los daños asociados a las emisiones de GEI; ii) la creación del Sistema de Estabilidad de Precios (Market Stability Reserve) del SECE que permite afrontar, al menos parcialmente, el ‘waterbed effect’; y iii) la necesidad de abordar el ‘problema’ del carbón en España. Vayamos por partes.

Desde finales de 2011 hasta bien entrado 2018 los precios del SECE se situaron por debajo de los 10 euros por tonelada de CO2, lejos de los daños asociados a las emisiones de GEI (40 US$ para la evaluación de proyectos en los años finales de la administración Obama; y entre 40-80 (2020) y 50-100 (2030) US$ para garantizar el cumplimiento del Acuerdo de París según la reciente comisión de expertos presidida por Stiglitz y Stern). Los bajos precios del SECE pueden ser compatibles con los objetivos europeos de mitigación de corto plazo pero son así insuficientes para movilizar la innovación e inversión necesaria para la descarbonización en treinta años. Y, aunque el propio MSR ha contribuido a una importante subida del precio de los permisos en las últimas semanas (pico de 25 euros/tonelada), la caída de más de un 20% de los últimos días apunta a una elevada volatilidad (y a efectos inconsistentes sobre la innovación e inversión: de hecho hay analistas que aventuran una subida de los precios en los próximos cinco años y un derrumbe posterior asociado a sistemas eléctricos más limpios). Más razones, por tanto, para un suelo fiscal.

Y qué sucede en España? Básicamente nos encontramos con unas emisiones asociadas a la producción eléctrica con carbón (principalmente importado) que representan, desde 2011, entre el 10 y el 15% de las emisiones totales de CO2 (entre la mitad y dos tercios de las emisiones eléctricas). Esto sucede por un uso de la capacidad térmica de carbón por encima del 50% en este período frente a solo el 15% de las menos contaminantes centrales de ciclo combinado. Un precio significativo del CO2 puede revertir esta situación y llevar a una caída muy significativa de las emisiones españolas de GEI en el corto plazo, sin prohibiciones: simplemente recogiendo los daños ambientales asociados a las emisiones/precios necesarios para la descarbonización.

Los fundamentos de un suelo fiscal del carbono son bien conocidos para los economistas ambientales: tal y como apuntan Newbery et al. en este reciente e interesante trabajo, en el que también resumen las aplicaciones hasta el momento, formaría parte de una política climática híbrida y por tanto más flexible. Estos autores apuntan a los problemas de eficiencia de las aproximaciones unilaterales -aunque el suelo británico, aplicado desde 2013, consiguió una elevada efectividad en la reducción de la producción eléctrica con carbón- en términos de ‘waterbed effect’ y de efectos sobre la competitividad. Sin embargo, soy poco optimista sobre su opción preferida: un suelo europeo. No solamente es discutible que no se trate de un instrumento sujeto a la regla de unanimidad fiscal sino que la posición de muchos países del Este, particularmente Polonia (que ya está reclamando la intervención para reducir el precio del SECE), dificulta sobremanera el avance. Es más factible una acción coordinada entre países hoy proclives a suelos nacionales (Holanda, Francia o Alemania) que les permitan alcanzar sus ambiciosos objetivos a medio y largo plazo, limiten los efectos sobre la competitividad y el ‘waterbed effect’ mediante la cancelación de permisos dentro del esquema MSR.

Así, un suelo fiscal español (quizá coordinado con el establecido por países de nuestro entorno) que marque como objetivo un precio de 30 euros por tonelada de CO2 (subiendo a 40 para 2030) y que se modifique anualmente en función de la evolución del precio del SECE, puede facilitar sobremanera la transición a la sociedad descarbonizada hacia 2050 que sea compatible con el Acuerdo de París. Pero, cuáles serían las implicaciones?

La primera y más obvia es el efecto sobre los precios de la electricidad. En un sistema de mercado como el español, en el que habitualmente marcan precio las centrales térmicas de carbón o gas, la subida de precios reflejará el coste social de producir electricidad con combustibles fósiles y así potenciará su sustitución tanto por un cambio en los costes de la oferta como por la reducción de la demanda. Por eso afirmé hace unos días que este fenómeno era positivo y deseable. No obstante, es necesario reflexionar sobre tres asuntos: i) la necesidad de incorporar precios equivalentes para el resto de sectores para garantizar una aproximación coste-efectiva: esto justifica lo dicho hace unos días para el caso del transporte y la aplicación de impuestos similares sobre otros combustibles fósiles; ii) la necesidad de considerar compensaciones a los más desfavorecidos; y iii) evaluar los efectos sobre la competitividad de la economía española.

En relación con los efectos distributivos, cerraba la entrada anterior apuntando a la importancia de desvincular el efecto sobre los precios de las posibles compensaciones para así no anular los incentivos al ahorro energético y cambio tecnológico. En Economics for Energy hemos prestado atención a estos asuntos, pero yo abogaría en este caso por pagos directos a los consumidores que se encuentren por debajo de un determinado umbral de renta para compensar los sobrecostes originados (y la elevada regresividad asociada a los impuestos sobre la electricidad, a la que ya nos hemos referido). También podría reformarse el disfuncional bono social, haciéndolo más simple y justo, tal y como avanzaba en este blog Pedro hace meses.

Más discutible es el efecto sobre la competitividad, a pesar de que muchas de las noticias  de estos días sobre este asunto muestran una elevada alarma (aquí o aquí). El análisis de esta cuestión en mi etapa de FSR Climate (véase este workshop, y publicación asociada) apunta, sin embargo, a una evidencia empírica que rechaza en general efectos significativos en este sentido. Puesto que esta evidencia se basa en precios bajos de CO2, no reflejaría necesariamente el efecto de una acción unilateral que llevase a elevados precios de los inputs energéticos. Ante ello la respuesta es triple: intentar extender precios equivalentes a los principales emisores globales de GEI para así evitar efectos perniciosos sobre la localización de actividades económicas, reforzar la actuación del MSR estableciendo corredores de precio que establezcan también niveles máximos (techos) y, si esto no fuese suficiente, definir compensaciones acotadas a los sectores más intensivos en energía y con mayor exposición a los mercados internacionales. Compensaciones, por cierto, que ya se permiten en el caso europeo tanto para emisores directos (permisos gratuitos) como para los efectos indirectos vía precio de electricidad.

Una cuestión relevante es de dónde obtener los recursos para las compensaciones distributivas y de competitividad, ya que la capacidad recaudatoria del suelo fiscal es limitada (en el caso español, con las emisiones recientes del sector eléctrico, un tipo de 10 euros por tonelada solo conseguiría unos 600 millones de euros por año). He aquí otra razón para una reforma fiscal amplia e intensa como la propuesta, pero también podrían utilizarse los recursos obtenidos por la subasta de permisos del SECE.

Otra implicación del suelo fiscal es la generación de rentas a tecnologías inframarginales que no emiten GEI (ver aquí o aquí). Si bien este efecto, como los anteriores, puede verse mitigado en el medio plazo por la propia efectividad del suelo fiscal (al expulsar a la tecnología marginal más contaminante), es conveniente su estudio y consideración. En todo caso, cualquier actuación debe garantizar que no se vean afectados los incentivos, necesarios para una transición exitosa a una sociedad descarbonizada, a innovar e invertir en tecnologías limpias.

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