A vueltas con la fiscalidad del diésel en España y sus aspectos distributivos (II)

Por Alberto Gago, Xavier Labandeira, José M. Labeaga y Xiral López-Otero

En la entrada de ayer defendimos, frente al actual bloqueo político, la conveniencia de igualar la fiscalidad de diésel y gasolina en España. En particular, nos centramos en sus efectos distributivos ya que éstos fueron (aparentemente) centrales en el debate político de finales de 2020. Aunque es verdad que la propuesta gubernamental no incluía explícitamente mecanismos distributivos compensatorios, concluimos que no parecía muy justificado centrar la oposición precisamente en ese asunto. En primer lugar, porque la regresividad de la fiscalidad del diésel es limitada, al estar relacionado el consumo de carburantes con el nivel de renta (más desplazamientos, más vehículos, motorizaciones más potentes) y, en segundo lugar, porque observamos cómo es posible compensar sus impactos negativos a un coste recaudatorio limitado. 

Que la oposición a este movimiento fiscal probablemente responda a otras razones (apuntadas en la entrada precedente) puede inferirse, de hecho, del escaso interés que los decisores políticos españoles han prestado históricamente al perfil distributivo negativo de los recurrentes sistemas de apoyo público a la renovación de flota. Programas que, por cierto, podrían contribuir de forma importante a la solución de los problemas de equidad asociados a la mayor fiscalidad del diésel de limitarse su disfrute a los grupos de menor capacidad económica. En esta entrada exploraremos esta cuestión con algo más de detalle.

Las subvenciones generalizadas (sin límite de renta para poder percibirlas, como en el caso español) a la compra de vehículos limpios tienen un claro sesgo hacia los hogares de rentas altas, al beneficiar a las familias que pueden permitirse un vehículo en propiedad. Además de su discutible efectividad (también conocida como “adicionalidad”), ya que muchos beneficiarios hubiesen realizado la compra sin subvención, pueden ser contraproducentes al incentivar a los hogares pudientes a comprar un segundo coche y por ello llevar a un mayor uso de los vehículos privados como sucedió en Noruega. En España los microdatos de 2019 de la Encuesta de Presupuestos Familiares (Tabla 2) indican que tan solo el 0,08% de los hogares de la decila de renta más baja adquirieron un coche nuevo y el 3,33% compró uno de segunda mano, cifras se que elevan hasta el 17,77% y el 5,82% respectivamente para los hogares de la decila de renta más alta. Por tanto, la probabilidad de comprar un coche es casi siete veces mayor en los hogares ricos, y la probabilidad de comprar un coche nuevo es más de 200 veces mayor. Además, estas diferencias se incrementan a medida que aumenta el valor del vehículo.

En este contexto, de simular la introducción de un subsidio a la renovación de la flota de 1000 euros por la adquisición de un vehículo nuevo, asumiendo que todos los hogares que compraron coche nuevo en 2019 renovaron su vehículo, la política tendría un coste de 863 millones de euros y un impacto distributivo muy regresivo (Figura 4). Así, el incremento porcentual en la renta de los hogares es creciente con el nivel de renta, beneficiando particularmente a los hogares más ricos: en términos relativos a su renta, los hogares de la decila de renta más rica reciben 47 veces más que los hogares de la decila de renta más pobre. Para reducir su impacto regresivo, se podría limitar la subvención a los hogares de las cinco decilas de renta más baja, bien reduciendo el coste de la política (a poco más de 50 millones de euros) o dedicando más recursos a este grupo para así intensificar los efectos de la política. Puesto que las subvenciones a la adquisición de vehículos suelen ser más elevadas que las consideradas en este ejercicio y las ayudas frecuentemente están vinculadas positivamente al precio del vehículo, su impacto distributivo regresivo será en realidad mayor. Creemos, por ello, que es necesario introducir esquemas alternativos de incentivos públicos a la renovación de la flota que no contribuyan a incrementar las ya elevadas desigualdades existentes en España. Asimismo, recordemos que una política de renovación de flota concentrada en los grupos menos pudientes contribuirá a mitigar los efectos distributivos negativos asociados a una mayor fiscalidad de carburantes.

Como conclusión de las dos entradas, creemos que el fracaso de la convergencia fiscal del diésel de automoción implica que seguimos sin afrontar una anomalía cada vez más acuciante y que trasladamos a futuro un ajuste cada vez mayor. Que Madrid y Barcelona lideren el ranking europeo de mortalidad asociada a concentraciones de óxidos de nitrógeno (muy vinculadas a los vehículos diésel), tal y como se hizo público hace unos días, hace todavía menos justificable el laxo tratamiento fiscal de los carburantes de automoción en España. Y además, dentro de su ambiciosa estrategia climática, la Comisión Europea está considerando una actuación decidida en la fiscalidad energética mediante una subida significativa de los niveles impositivos mínimos que marca la directiva actual. Si la propuesta prospera, ya no será posible paralizar políticamente el necesario cambio fiscal, y los costes económicos y el dolor serán mucho menos manejables que los derivados de un proceso de cambio fiscal gradual. 

El fracaso de la propuesta de igualación fiscal, aunque parece menor en cuantía y alcance, puede también interpretarse como un golpe a la credibilidad de los ambiciosos objetivos establecidos por el PNIEC y la futura Ley de Cambio Climático y Transición Energética, además de poner en riesgo la efectividad de las medidas de «recuperación verde» que comenzarán a desplegarse en nuestro país durante los próximos meses. Es cierto que la creación del Fondo de Sostenibilidad del Sistema Eléctrico, propuesto recientemente por el MITECO, llevará a incrementos sustancialmente mayores en los precios de todos los carburantes de automoción y por tanto a una corrección de las externalidades apuntadas en la entrada previa. No obstante, su carácter transitorio, su menor saliencia para los consumidores y la afectación íntegra de los recursos obtenidos la configuran como una alternativa menos atractiva en este ámbito. En todo caso, de prosperar esta iniciativa, deberían arbitrarse las «pasarelas» necesarias para garantizar la consolidación permanente de dichas subidas dentro del esquema de fiscalidad energética armonizada. 

Por último, algunos economistas aducen que un ciclo recesivo como el actual no recomienda un ajuste al alza en la fiscalidad de los carburantes, algo que creemos discutible por un contexto favorable de los precios de los combustibles fósiles, la concentración de los efectos de la crisis en grupos y sectores que pueden ser fácilmente protegidos de la subida fiscal, la posibilidad de un importante efecto rebote de emisiones asociado a la salida de la crisis y, sobre todo, por la necesaria consolidación fiscal a que se habrá de enfrentar España próximamente

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